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Orangutanes, resistencia y los zoos

Un artículo de Jason Hribal (2008). Traducido por Víctor Rodríguez. Texto original: https://www.counterpunch.org/2008/12/16/orangutans-resistance-and-the-zoo/

Puede que el pan y los circos funcionen con la especie humana, pero los orangutanes requieren una combinación diferente de estímulos. Los plátanos y el sexo son indispensables para tenerlos controlados. Es algo superior a ellos, ya sabéis, instintivo. Seguramente, si los funcionarios del Zoo de San Diego pudieran dar con el cóctel de instintos adecuado, podrían resolver el problema que tienen con los orangutanes antes de que la cosa fuera a peor. Todo lo que necesitaban eran muchos plátanos, algunas hembras dispuestas a participar, y tiempo.

Cuando se empezó a trabajar en serio en este proyecto fue en el verano de 1985. La nueva exhibición El Corazón del Zoo se había inaugurado tres años antes, y el funcionamiento no podía ir mejor en el día a día. Pero entonces ese puñetero Ken Allen empezó a portarse mal. Ken nació en febrero de 1971, cría de los orangutanes Maggie y Bob del zoo de San Diego. Era, en términos oficiales, un orangután de Borneo – aunque nunca puso un pie en la isla ni sabía nada de la cultura arbórea. Quizás sea más correcto clasificarlo como un orangután de zoo. La vida dentro de las instalaciones fue la única que Ken llegó a experimentar. Nació en el zoo y allí es donde murió de un linfoma en el año 2000. Entre tanto, Ken tuvo que soportar la cautividad a diario. Curiosamente, el Zoo de San Diego comprendió desde el principio que el trato con este orangután iba a ser más difícil que con los otros que hasta entonces habían tenido en las instalaciones.

En la guardería, Ken desenroscaba cada tuerca que podía encontrar y quitaba los tornillos. Tan pronto como los cuidadores los ponían de nuevo, Ken volvía a la carga. Y nunca lo podían mantener en su cuarto. Una de sus estrategias favoritas, describía un adiestrador, era «agarrar la mano de alguien que lo saludaba e impulsarse hacia arriba con un balanceo». Después de eso, buena suerte para atrapar al pequeño simio rojo. Sin embargo, para el zoo, su madurez supuso un reto aún mayor. De hecho, cuando trasladaron a Ken por primera vez a la exhibición El Corazón del Zoo, lo pillaron tirándole piedras a unos cámaras de televisión que estaban grabando a los gorilas de al lado. Cuando se quedó sin piedras, empezó a lanzar su propia mierda. Los cámaras se dispersaron. Ironías del destino, varios años después tendría lugar un problema similar. Se habían instalado en la exhibición grandes ventanas de cristal, y los orangutanes se aficionaron a tirarles piedras. Los funcionarios de San Diego, pensando con rapidez, establecieron una política de intercambio. Por cada piedra no tirada, un plátano. Pero a los orangutanes no les interesaba y siguieron intentando romper las ventanas. Al final, el parque tuvo que contratar a una empresa para que excavara toda la planta baja del recinto y así retirar todas las piedras, ya que reemplazar cada ventana rota le costaba al zoo 900 dólares. ¿Qué pasó después? A falta de piedras, los orangutanes empezaron a arrancar de la pared los aisladores de cerámica y a lanzarlos. Es evidente que estos animales tenían muchas ganas de salir de allí.

La primera vez que Ken Allen consiguió escaparse fue el 13 de junio de 1985. Los cuidadores lo encontraron fuera del recinto de su exhibición, mezclado con los visitantes. Tras meterlo en aislamiento, los funcionarios se pusieron a intentar averiguar cómo lo había hecho exactamente. Unos años antes, Ken había construido una escalera con algunas ramas que se habían caído. «Era muy metódico», señalaba un empleado. «Ponía la base de la escalera en el suelo con cuidado y la golpeaba con la mano para asegurarse de que aguantaba, y después subía a lo más alto de la pared y bajaba». Pero en esta ocasión no se vio ninguna escalera. Así que eso se descartó. Puede que fuera un error humano: una puerta que se había dejado entreabierta o algo así. Pero tampoco parecía ser ese el caso. Claramente, el zoo no tenía respuestas. En cualquier caso, no iba a arriesgarse a que volviera a pasar. Se apilaron bloques de hormigón para aumentar la altura del muro de contención, y varias partes de éste se alisaron para que los orangutanes no tuvieran donde agarrarse. Estos cambios, previó el zoo, resolverían el problema. Pero no fue así.

Ken se volvió a escapar el 29 de julio y una vez más a principios de agosto. En cada ocasión, el zoo incorporaba nuevas reformas. Se aumentó la altura de las paredes. Se alisaron más las superficies. Se instalaron alambradas eléctricas para asegurar el perímetro. Los cuidadores trajeron nuevas hembras al recinto de la exhibición. La esperanza era que una de esas jóvenes atrajera la atención de Ken. «Queremos sustituir su deseo de escapar por deseo sexual» afirmaban sin rodeos los adiestradores. El zoo incluso empezó a usar espías. Los empleados se disfrazaban de visitantes. Se ponían vaqueros azules, gafas de sol y una camisa hawaiana y observaban desde lejos para ver si podían detectar algún suceso anormal. Al final, el zoo tuvo que empezar a usar dos espías a la vez, ya que estaban seguros de que Ken estaba reconociendo a los informantes. Esta sospecha se terminaría confirmando.

El 13 de agosto, menos de una hora después de que lo sacaran del aislamiento, se vio a Ken con una palanca pequeña en la mano. Los adiestradores que lo vieron se imaginaron que alguien la debía haber olvidado durante las últimas obras que se habían realizado, y se alarmaron. ¿Qué iba a hacer Ken con la palanca? ¿Deberían despejar la zona por seguridad? Esas preocupaciones se disiparon cuando el orangután soltó la herramienta. A Ken parecía no interesarle – aunque los adiestradores no deberían haberse dejado engañar. Como advirtió un distinguido experto, si alguna vez una herramienta como un destornillador se olvida accidentalmente en una jaula, un orangután «se dará cuenta inmediatamente pero lo ignorará para que los cuidadores no se den cuenta del descuido. Esa misma noche, lo usará para desarmar su jaula y escapar». Curiosamente, la misma palanca cayó tan solo a un palmo de una compañera de jaula, Vicki, pero esto no les supuso una gran preocupación. La atención de los cuidadores estaba puesta en Ken, y lo siguieron mientras deambulaba hacia el lado extremo del recinto. En pocos minutos, un fuerte ruido interrumpió su concentración. Vicki había estado trabajando duro en un lugar apartado, intentando sacar con la palanca la moldura que había entre dos paneles de cristal. El cristal se agrietó pero aguantó en su lugar. «Me está resultando muy difícil anticiparme a las acciones de este grupo», admitió el adiestrador principal posteriormente. Algunos en el zoo de San Diego creían que los dos orangutanes habían planeado la escapada juntos; Ken había aportado la distracción y Vicki la fuerza. Los administradores, para no pecar de falta de precaución, pusieron a cada animal en aislamiento.

No mucho después de que lo soltaran, ya por cuarta vez, Ken intentó escaparse una vez más. Esta fue la única ocasión en que los espías pudieron cogerlo en el acto. Estaba metido hasta la cadera en la parte menos profunda del foso cuando apoyó sus pies contra una pared y las manos contra la otra. Lentamente, empezó a subir poco a poco. Los cuidadores no daban crédito por dos razones. En primer lugar, se supone que a los orangutanes les aterra el agua. Por eso los zoos usan fosos llenos de agua como elemento disuasorio. En segundo lugar, no tenían ni idea de que un orangután pudiera escalar de esa forma. Las proezas de ese tipo, sin embargo, no son inauditas. En el zoo de Houston, por ejemplo, Mango se escapó una vez apoyando los dedos de las manos contra un borde de cristal, los de los pies contra otro borde cercano, y escalando hacia arriba. «Es increíble», decía el encargado de los primates del zoo. «No había ni lo más mínimo para agarrarse. Era todo presión con los dedos». El zoo de Houston encargó una ventana inclinada. En el caso de Ken, su aventura tuvo un final abrupto tras tocar los alambres electrificados que acababan de instalar. La descarga le hizo volver corriendo al recinto, y el zoo quedó ligeramente satisfecho. «Hemos descubierto como se escapa», explicaba un portavoz con un tono reservado». «Pero tan pronto como se dé cuenta de que hemos bloqueado esa salida y vuelque su ingenio en el resto del recinto, puede que volvamos a tener que ir tras él».

Pasaron los meses y parecía que Ken se había calmado. Todo apuntaba a que las reformas estructurales estaban funcionando, y el zoo de San Diego respiró aliviado. Todo había vuelto a la normalidad. En abril de 1987, esta relativa paz llegó a su fin cuando se vio a Ken fuera de su recinto. Por lo visto, ese día en concreto se estaban llevando a cabo reparaciones en la bomba de agua del foso, y el orangután usó esta oportunidad para escaparse. Ken tan solo esperaba el momento en el que se cortara la electricidad. Cómo llegó a ser consciente de eso, no lo sabemos. Quizás estaba observando atentamente. O quizás estaba haciendo una comprobación casual del alambrado y tuvo suerte ese día. De forma significativa, en el Zoo Nacional de Washington D.C. se dio un caso parecido. Allí, los cuidadores descubrieron que uno de sus orangutanes había aprendido a apreciar un zumbido muy leve que se producía cuando se abría y cerraba una puerta electrónica. En una de esas raras ocasiones en las que la puerta dejó de funcionar, este animal se fue directo hacia ella y salió. Pero en el caso del zoo de San Diego, la puerta de la exhibición había permanecido cerrada. Además, el zoo había ampliado el foso tras el último intento de Ken. Por tanto, aunque la alambrada eléctrica estuviera apagada y el orangután se hubiera dado cuenta, no podría haber escalado la pared. «Nos sorprendió mucho», dijo alegremente un portavoz. «Estábamos convencidos de que lo teníamos bajo control». Sin embargo, Ken se había escapado y andaba suelto en ese momento.

En las fugas anteriores, los cuidadores habían sido capaces de persuadir a Ken de que volviera a su recinto sin muchas dificultades. Con unos pocos plátanos había bastado. Pero en esta ocasión fue diferente. Ken no tenía interés en obedecer a nadie. Se había dado a la fuga, y el zoo lo sabía. El personal de las instalaciones se armó con dardos y munición real y fueron tras él. Estaban, según los informes posteriores, listos para disparar a Ken si era necesario. Los guardas del zoo de San Diego están entrenados para hacerlo. «Si hubiera ido a atacar a alguien, tendríamos que haberlo matado porque los tranquilizantes tardan en hacer efecto». Al final, Ken decidió no usar medios de resistencia violenta. Algunos orangutanes, sin embargo, han optado por caminos diferentes.

Frank Buck contaba con una experiencia considerable en tratar con los simios rojos, ya que fue uno de los coleccionistas de animales más prolíficos de la edad contemporánea. Lo que uno siente al leer sus diarios de viaje es una combinación de asombro y horror, pues la elevadísima cantidad de animales que mató y capturó es impactante. De hecho, tras echar un vistazo a los escritos de Buck, Carl Hagenbeck, Alfred Wallace, Henry Ward y el resto de coleccionistas de los siglos XIX y XX, uno puede afirmar con bastante seguridad que los museos de historia natural y los parques zoológicos han sido una de las causas primarias de la disminución y extinción de especies animales en nuestro planeta. Pero volvamos a Buck y los orangutanes. Solía matar a las madres y llevarse a las crías. Los adultos eran muy difíciles de controlar – además los museos compraban los cadáveres para disecarlos. Era mucho más fácil lidiar con los jóvenes aunque, desde luego, podía haber problemas. «Acerca tu mano a las jaulas de esos habitantes de los árboles que están resentidos por su cautividad», advertía a otros, «y hay bastantes posibilidades de que retires solo una parte de ella; o de que, si consigues retirarla toda, no siga funcionando como antes». El método favorito de Buck para disciplinar a estos simios era usar una barra de hierro, ya que un golpe en la cabeza era mejor que un disparo en el cuerpo. La clave era traerlos de vuelta vivos, para poder vender a los animales de una pieza.

De hecho, los zoos siguen un protocolo muy estricto a la hora de tratar con orangutanes. El funcionamiento de las cerraduras debe comprobarse varias veces, ya que los animales observan todo lo que haces. Las armas hay que mantenerlas cerca pero «NO DEBEN ESTAR AL ALCANCE DE LA VISTA DE LOS ANIMALES». Los orangutanes saben lo que son las armas, y no les gustan. Los empleados nunca deben cruzar las líneas que hay pintadas en frente de las jaulas, porque si lo haces los orangutanes te agarran. Esto es lo que pasó en el Zoológico de Miami en 2003, cuando un veterinario se acercó demasiado a Thelma. La simia de 20 años agarró el brazo del empleado a través de las barras y lo atrajo hacia ella para morderlo. Los zoos deben llevar a cabo simulacros cada año, para así estar preparados ante las inevitables fugas. Todas las instalaciones deben tener un centro de control. Todas deben tener códigos de alarma. El color rojo significa peligro y que deben sacarse a todos los visitantes del zoo o llevarlos a zonas seguras. El verde significa que está teniendo lugar un incidente, pero que el zoo va a intentar que no salga a la luz. Cuando sí que se da una fuga, los guardas no pueden enfrentarse al orangután sin ayuda. Los orangutanes «pueden actuar de forma MUY diferente» cuando están en libertad. Aparte, una vez reunido el equipo de intervención, solo las personas que tienen una «relación positiva» con el animal deben aproximarse a él. Los orangutanes «pueden volverse extremadamente agresivos si tienen delante a alguien que no les gusta». Incluso con todas estas precauciones, se producen ataques igualmente.

Está el caso de Sara en el Zoo Gulf Breeze de Pensacola, Florida. En septiembre del 2000 se escapó de una jaula que tenía la cerradura abierta mientras la limpiaban. Una adiestradora trató de atraerla de vuelta a la jaula. «Si hubiera dado la más mínima sensación de estar agitada o ida, nunca me habría acercado», recordaba la mujer. «Pero estaba totalmente tranquila». A pesar de esto, Sara saltó encima de la adiestradora y la mordió repetidas veces. Esa mujer, evidentemente, no le caía bien a la orangutana. «Sara nació en aislamiento», afirmó con seriedad el administrador principal del zoo, «y seguirá en aislamiento».

Más recientemente tuvo lugar el violento episodio del Zoológico Shaoshan de Taiwán. Una televisión local resultó estar grabando en el parque ese día y filmó todo el incidente. Un orangután macho no identificado corría suelto por las instalaciones. Mientras volcaba motos y destrozaba mesas de picnic, los visitantes gritaban y se escondían dentro de los edificios. Llegó la policía, fue tras el simio, y el simio acabó yendo tras la policía. El pulso se mantuvo durante dos horas. La historia terminó cuando le dispararon al orangután en el pecho con una pistola táser. El zoo usó una pequeña excavadora para llevar el cuerpo inconsciente del orangután de vuelta a la jaula.

En el caso de Ken Allen en San Diego, puede que el enfrentamiento terminara de forma más pacífica, pero eso no significa que se tomara bien que le capturaran. «Estaba muy, muy agitado, enfadado y furioso porque lo de esta ocasión había sido una persecución en toda regla», comentó un cuidador. Al final el zoo tardó alrededor de tres horas en llevar al orangután escaleras abajo y encerrarlo en su celda de detención del sótano. El forcejeo fue considerable. Ahora al menos el zoo podía estar tranquilo sabiendo que, si la electricidad no se iba, Ken Allen permanecería encerrado. Pero con lo que no contaban era con el hecho de que otra orangutana estaba a punto, a su manera particular, de dar problemas.

A finales de agosto de 1987, Kumang se escapó por primera vez de El Corazón del Zoo. Los visitantes se toparon con ella y avisaron a los funcionarios. Esta orangutana de nueve años había estado explorando el parque alrededor de media hora. Al no saber muy bien como se había escapado, el zoo tuvo que consultar a escaladores profesionales para encontrar una explicación. «Los guardas no se sienten seguros al cien por cien; piensan que sólo es cuestión de tiempo que los orangutanes se vuelvan a escapar». Mientras los escaladores inspeccionaban los muros en busca de grietas ocultas, se encerró a los orangutanes en el sótano. Simplemente era mejor no arriesgarse a que los orangutanes presenciaran la actividad que se estaba llevando a cabo – ya que estaba claro que, en lo que a ingenio se refiere, los orangutanes iban ganando la partida.

Ocho meses después, Kumang logró escaparse de nuevo. Con la diferencia de que, en este caso, había contado con la ayuda de su hermana, Sara. Los cuidadores pronto se dieron cuenta de los medios que habían utilizado los orangutanes. Se trataba del mango de una fregona: un instrumento que, para usarlo con eficacia, requería la cooperación entre dos participantes. Una de las animales tenía que mantener el palo en su sitio mientras la otra trepaba. La organización y la ayuda mutua son elementos esenciales en la mayoría de las culturas animales, incluyendo la de los orangutanes. Los zoos, sin embargo, son lugares en los que esa cultura se restringe o incluso se destruye. Esto se hace, ya sea intencionadamente o no, mediante la privación de autonomía, la ruptura de la unidad familiar, la restricción de movimiento corporal, el traslado continuo de los animales de unas instalaciones a otras, y alterando otros patrones vitales. Los psicólogos llamarían a esto un proceso de alienación y de institucionalización. Por tanto, lo que normalmente vemos en los zoos son comunidades mucho más basadas en el individuo, sin importar la especie. Y, sin embargo, la cooperación y la resistencia en grupo pueden ocurrir.

Por ejemplo, en octubre de 1991 tuvo lugar una fuga masiva en el Zoo Woodland Park de Seattle, Washington. En esta ocasión, cinco orangutanes consiguieron burlar varias puertas de seguridad y escalar una pared alta. En un principio, el equipo de intervención trató de atraer al grupo de vuelta a su recinto con plátanos. No funcionó. Entonces el zoo disparó agua a presión contra los orangutanes. Pero este método también fracasó. Sencillamente, no había forma de mover al grupo, que aguantaba como si fueran uno. El altercado no terminó hasta que no se sedó a cada uno de los cinco orangutanes. «Nuestro primer alivio fue cuando conseguimos alcanzar con un dardo al macho más grande, Towan», detalló un encargado del zoo. «Este orangután puede ser muy peligroso. Irónicamente, hace poco realizamos un simulacro de fuga y el animal al que escogí fue Towan». El zoo estaba seguro de que él era el cabecilla, y tenía que tener especial cuidado con él desde ese momento en adelante. La mejor forma de conseguir esto, decidieron los administradores, era adquirir un sistema de seguridad nuevo. Dos años después, sin embargo, Towan burló ese sistema y se escapó una vez más. No se sabe si con ayuda de otros orangutanes.

Después está el caso de Siabu, Sara y Busar en el zoo Chaffee de Fresno, California. En 2004, pasaron semanas, quizás meses desenredando una pequeña parte de la red de nailon que rodeaba su recinto. El 14 de octubre, uno de ellos fue al fin capaz de atravesar el hueco y salir. «Son muy, muy listos», admitió un funcionario. «Puede que nos hayan estado ocultando conscientemente lo que estaban haciendo». Inmediatemente, metieron a cada uno de los tres orangutanes en jaulas especiales de retención.

Kumang, en su caso, se volvió a escapar dos veces más de su recinto del zoo de San Diego. La primera vez fue el nueve de junio, cuando la encontraron sentada entre las flores de un jardín de orquídeas que había al lado. Al negarse a que se la llevaran por su propia voluntad, le dispararon con un tranquilizante. De forma significativa, un adiestrador comentó más tarde que estos orangutanes saben bien que, si eligen escapar, habrá graves consecuencias. «Buena, mala o indiferente», toda acción conlleva una respuesta, y estas criaturas entienden esto. Kumang entendía, evidentemente, que merecía la pena arriesgarse.

La segunda fuga tuvo lugar al día siguiente. Se vio a Kumang parada fuera del recinto de los langures jaspeados. Cuando fueron a por ella, se subió al refugio de los pájaros y allí esperó la respuesta de sus captores. Le dispararon con otro dardo. Poco después, el zoo descubrió su método de escape. «Ha aprendido a poner a tierra el cable electrificado», explicaba un adiestrador a los periodistas locales. «Coge palos y trozos de madera y los echa encima encima del cable para ponerlo a tierra. Después se impulsa hacia arriba apoyándose en los aisladores de porcelana del alambrado». «No sé yo si a mí se me hubiera ocurrido eso», concluyó el empleado.

A lo largo de los años, los orangutanes de zoo han desarrollado una serie de medios creativos para superar a la tecnología y a sus captores. Algunos, como Kumang, llegaron a entender los principios básicos de la electricidad, y de esta forma han usado un trozo de madera o un neumático para poner a tierra los cables. El escritor Eugene Linden examinó a dos de estos orangutanes en su libro The Parrot’s Lament (1999). Fu Manchu en el zoo de Omaha usaba una pieza fina de cable metálico, que escondía en su boca, para picar la cerradura de su jaula hasta abrirla. Jonathan, en el zoo de Topeka, creó una herramienta a partir de un pedazo de cartón para escaparse a través de una compleja puerta de guillotina. Al final descubrieron a los dos animales, pero eso no menoscabó sus logros o su esperanza.

El zoo de San Diego, por su parte, decidió que la mejor forma de tratar con sus orangutanes problemáticos era encerrarlos a todos en sus celdas de detención en el sótano hasta que el recinto se pudiera rediseñar por completo. En esta ocasión, las instalaciones iban a adoptar un enfoque «agresivo» con el problema, y se asignó un presupuesto de 45.000 dólares para la obra. «Las fugas han sido una fuente de frustración para todas las personas implicadas», decía enfadado un portavoz. Había que parar a los orangutanes. Las obras comenzaron inmediatamente.

Durante los tres meses siguientes, las reformas continuaron. Las paredes se hicieron más altas y más lisas. Todas las esquinas se hicieron curvas. La alambrada eléctrica que había se arrancó y se sustituyó por un sistema más avanzado. Se instalaron puertas nuevas, más fuertes. Mientras tanto, Kumang, Ken y los otros permanecían sentados en sus húmedas celdas subterráneas. Un empleado habló con franqueza sobre la situación. «La gente puede pensar que esto es horrible, pero en algunos zoos en el Este o en el Medio Oeste, los animales viven en lugares como este durante todo el invierno. Todos los años. Nosotros tenemos mucha suerte con nuestro clima. Está claro que no es lo ideal de ninguna de las maneras, pero podría ser peor».

En febrero de 1989, la obra de la exhibición por fin se terminó. Sin embargo, los administradores tomaron una precaución más antes de soltar a los animales. Contrataron a una persona para que barriera todo el recinto con un potente imán. Estos pequeños simios rojos no iban a echarle la mano a nada que pudiera serles útil. Con eso hecho, se llevó a cabo la gran apertura. Que gran día para la ciudad de San Diego y su industria del turismo, presumía el zoo. El recinto de los orangutanes volvía a estar en funcionamiento. Sin embargo, entre bastidores, la confianza no era tan alta. «No puedes dar nada por sentado con estos», refunfuñaba una persona sobre los orangutanes, «porque su naturaleza es muy manipulativa, muy observadora, y son muy obstinados». «No sabremos si hemos tenido éxito en lo que a fugas se refiere hasta dentro de dos, tres o cuatro años, hasta que estos hayan tenido tiempo de escudriñar las reformas que hemos hecho». De hecho, cuatro años después, una orangutana llamada Indah concluyó sus examinaciones y se escapó del recinto. El zoo de San Diego tenía que volver a empezar de nuevo.

 

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